Este escrito
es una conclusión, moraleja, miscelánea o cómo quiera llamarse sobre la crisis
que está azotando a las personas pobres (sí, pobres, dejémonos de eufemismos de
bisutería tal que: desfavorecidos, tercer mundo, marginados, necesitados y
media docena de etcéteras más).
El que suscribe
el artículo no es un servidor (ya quisiera yo).
El autor no se lo comunicaré a
ustedes, benditos lectores, hasta el final de la entrega del mismo para evitar
condicionamientos políticos, morales o sectarios; su publicación se hará en
varias partes debido a la extensión del mismo; lógica, por otra parte, ya que
esta angustia ha perdurado y lo sigue haciendo por demasiados años.
Sería
deseable e incluso conveniente que, ya que por desdicha tenemos demasiado
tiempo libre, lográsemos con la lectura del mismo una introspección o catarsis
de nuestro comportamiento como humanos que somos de nuestras obras, nuestras
palabras y nuestras omisiones.
No deseo
añadir más; merece la pena entenderlo.
Tras casi
cuatro décadas de neoliberalismo, esa inteligencia colectiva de las víctimas ha
sufrido nuevos y duros golpes. La conciencia de los dominados se muestra más
oculta que nunca en cualquier otro momento de la historia.
Como ya adelantara
el cineasta Pierre Paolo Pasolini, el comunismo y el individualismo han sentado
las bases para una reforma perversa del fascismo, un fascismo social que se ha metido en los tuétanos de la ciudadanía y
con frecuencia le impide salir de ese círculo vicioso alimentado por el dinero
y cuyo único objetivo es una insaciable acumulación de fetiches.
No está
escrito que las crisis económicas sean detonantes de transformaciones profundas
que superen el “molino satánico” del capitalismo que amenaza la supervivencia
en el planeta. Sólo cuando la crisis afecte al resto de los elementos en lo
social (lo político, lo normativo, lo cultural) podrán encontrarse
alternativas, a día de hoy ocultas.
El malestar por quedar fuera de la orgía del
consumo no basta para superar los cuellos de botella de la modernidad, del Estado
nación y del capitalismo. Los jóvenes de la banlieu
parisina, de esos suburbios tan lejos de los dioses y tan cerca de las
televisiones, quemaban autos precisamente porque les habían dicho que no
tenerlos los convertía en perdedores.
Los medios de
comunicación terminan por cerrar buena parte de los caminos a la emancipación
al primar los valores del individualismo, del éxito fácil, del consumo
constante. La corrupción, tan generalizada en las sociedades capitalistas, no
es sino un atajo a un fin previamente corrompido: tener más a costa del
esfuerzo ajeno.
Las cadenas que permiten el consumo quedan ocultas a los
compradores mientras la tentación de la
inocencia arropa ese anhelo de ser
reyes que han sembrado la época: ropa barata que cosen niños en galpones sin
aire; instrumentos baratos que se confeccionan en situaciones de estricta
precariedad; materias primas baratas porque las familias completan sus ingresos
con la prostitución infantil; muebles asequibles a cambio de la destrucción de
bosques tropicales; electrodomésticos populares ensamblados con trabajo
semiesclavo; jornadas de trabajo alargadas porque el endeudamiento también se
estira; estimulantes para estar a la altura de los requisitos; tranquilizantes
para poder salir de esa vorágine.
En ese gran mercado, desaparecen los
ciudadanos y la sociedad no va más allá de un conjunto de clientes cuya
relación entre ellos se guía por lo que manda la publicidad y la oferta y la
demanda. El capitalismo prospera venciendo a otros, se hace fuerte en la
guerra; la conquista es el principal de sus valores.
Como en una paradoja
siniestra, la Bolsa sube cuando se anuncian despidos o crecen los valores
cuando se ratifica que no se cumplirán los reclamos medioambientales. Como en
una anunciación mariana, los mercados de valores, (a menudo levantados en humo,
referenciados en humo) obligan a alzar la vista esperando su mensaje
apocalíptico o de epifanía.
La complejidad se presenta como confusión y las
salidas individuales siguen configurando el grueso de las apuestas al faltar
alternativas bien construidas, factibles, creíbles y presentadas
atractivamente.
Si lo sagrado
es aquello que transciende la finitud de cada ser humano, el capitalismo, que
levanta su imperio sobre los derrotados, va en la dirección contraria de la emancipación
humana. Es cierto que, visto en su estación final actual, ignorando su historia
y observando a la minoría que lo disfruta, muestra una gran prosperidad.
El
referente al capitalismo no son las masas depauperadas, sino los invitados al
banquete. Pero sólo porque oculta muy bien la miseria sobre la que se levanta.
El sociólogo Pierre Bordieu decía lleno de convencimiento: trasladen una semana
a una favela a un economista del Fondo Monetario Internacional y regresará
blasfemando sobre el neoliberalismo. Si realmente pudiera hacerse ese
ejercicio, postularíamos, de manera generalizada, sociedades más justas.
Entonces
¿por qué, pese a saber lo que es justo y lo que no es, consentimos en vivir en
sociedades desiguales? El capitalismo promete un cuento oriental de
magnificencia y lujo. La razón moderna no ayuda a pensar correctamente con su
trampa lineal y su condición podadora. Los Estados nacionales castigan el
pensamiento discordante en su obsesión por la obediencia y el consenso.
La
solución pasa por encontrar sustitutos a estas tres grandes avenidas:
modernidad, Estado y capitalismo, que han triturado hasta dejarlo estéril el
campo en que vivimos. La verdad, la bondad y la belleza como alternativas,
resultado de un diálogo profundo y permanente.
Fin de la
segunda parte
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