Hablaba de conseguir que Google se adaptara mejor a las mujeres, pero con esto, paradójicamente, estaba transgrediendo un gravísimo tabú cultural. Este implica siempre respetar cuatro límites: cualquier problema de las mujeres tiene causa cultural y es producto del patriarcado; todas las diferencias entre hombres y mujeres son también de origen cultural y producto del patriarcado; no hay ninguna diferencia biológica que haga de la mujer menos apta para ningún trabajo; y todos los ámbitos lucrativos en los que las mujeres no están bastante representadas hay que llenarlos de mujeres, porque ellas siempre quieren estar allí.
En diez
páginas llenas de voluntad constructiva, Damore hizo saltar ese tabú por los
aires. En vez de plantear modos de forzar la entrada de mujeres en esos
trabajos suponiendo que ellas querían desempeñarlos y el patriarcado se lo
impedía, el Ingeniero planteó que ellas tal vez prefieren hacer otra cosa, y
propuso adecuar el ambiente de trabajo a algunas de sus flaquezas biológicas.
Introducir en
un debate dominado por el feminismo posestructuralista de izquierdas un
argumento bilógico típico de la psicología evolutiva fue su herejía. “Estaría muy feliz de discutir cualquier
documento más y proporcionar más citas”, dejó escrito en su memorando, sin
saber que ningún hereje ha logrado nunca empezar jamás algo parecido a una
discusión civilizada. Desde el punto de vista de la ortodoxia. El hereje
simplemente declara la guerra.
Con el documento redactado, Damore se lo envió a las personas que le habían pedido que participase en el debate, y se encontró con el silencio como respuesta. Entonces empezó a hacerlo circular en privado entre algunos de sus compañeros de ambos sexos que, en general, le dieron impresiones positivas.
En un giro paradójico de esta historia, la lista de correos que estalló se llamaba “Escépticos”. Las repuestas de “Escépticos” oscilaron entre “esto es basura” y “qué coño dices”. Mensajes ofendidos empezaron a correr por los cauces internos de Google y aplastaron como los ejércitos de Atila lo que hubiera podido ser un debate.
Los
“escépticos” declararon la guerra a Damore de forma unilateral. En caso de que
la espiral del silencio hubiera mantenidos callados a los que pensaban como él,
las reacciones que suscitó su mensaje hicieron imposible que nadie más abriera
la boca.
El ambiente de la empresa se había enrarecido por completo y discretamente se culpaba al Ingeniero de haber creado un mal ambiente entre la plantilla. Sin embargo, el auto de fe ya estaba en marcha y los ortodoxos emprendieron la humillación ritual.
En ese ritual, Damore hacía de culpable de toda la discriminación contra la mujer. El lunes siguiente, Recursos Humanos lo llamó por teléfono y le comunicó su despido. El motivo, según explicaría a la prensa era “perpetuar estereotipos de género”. Sin embargo, el despido no sería el único castigo del hereje.
Uno de los miembros de la empresa filtró el Documento a la web de
noticias tecnológicas Gizmodo. Y lo
más asombroso, desasosegante y estúpido de esta historia estaba a punto de
suceder.
La espiral de silencio sumida aquel año en los efectos del movimiento # Me Too desató linchamientos y persecuciones en 2017 con facilidad por asuntos relacionados con el feminismo. Hay una teoría por la cual existe un mecanismo que margina las opiniones impopulares en los grupos y en la sociedad.
Quien intuye que su pensamiento molestará a su comunidad se callará por prudencia. Así, ese punto de vista tiende a desaparecer en un proceso en espiral que induce a la mayoría a sentirse en posesión de la verdad absoluta, es más, a creerse dueña del sentido común.
Allá donde las espirales de silencio son estrechas y cerradas,
donde la ortodoxia es fuerte y compacta, la gente tiende a volverse más y más
hostil a las opiniones divergentes.
No es difícil suponer que una empresa que contaba entonces con unos sesenta mil empleados hubiera, como mínimo, unos cuantos miles con ideas conservadoras y al menos una buena cantidad de ellos con ideas reaccionarias.
En teoría, ninguna empresa
debe inmiscuirse en las opiniones políticas de sus empleados, pero es evidente
que Google sí lo hacía. Y si bien no prohibía ser conservador, el caso Damore
demostró que existía la prohibición tácita de “parecerlo”.
La censura
explícita solo es necesaria cuando el poder es débil y se siente amenazado. El
anonimato siempre ha sido una ventana abierta a la libertad de expresión total,
a la sinceridad y a la crudeza.
Una vez que Google despidió a Damore y su memorando se filtró a la prensa, el mundo entero pareció una prolongación de aquellas oficinas. La respuesta de un trabajador a la invitación de su empresa a debatir se había convertido en un atentado contra las mujeres por obra y gracia de la nula capacidad de interpretar textos.
La
etiqueta “machismo” no aparecía entre comillas entre los titulares como
valoración, sino que se presentaba como un hecho. Cualquier desafío a los
postulados del feminismo cultural, cualquier discusión, se consideraba un
“ataque a todas las mujeres”.
Los manifiestos y los alegatos se escriben para ser publicados, para crear escándalo y sacudir a la sociedad. Lo que Damore hacía “una y otra vez” a lo largo del texto era repetir que su opinión no quería sentar cátedra, ni servir como justificación de las discriminaciones, sino enfocar el problema desde un ángulo diferente.
Google quería presentar a Damore como un fanático y liberar así de la sospecha de fanatismo a quienes lo habían destruido, incluido los periodistas que lo habían difamado en la prensa mundial.
Los enemigos de la libertad de expresión siempre repiten como una letanía la supuesta lista de efectos perversos de aquellos mensajes que les disgustan, pero jamás presentan pruebas sólidas de ello.
Damore violó un tabú cuando habló de las diferencias
biológicas entre hombres y mujeres en un ambiente ideológico
posestructuralista, donde todo se explica con la discriminación, el poder y la
cultura del hombre heterosexual.
A las tribus
ideológicas, a las ortodoxias, se les da de maravilla aislar personas y puntos
de vista para colocarlos en el centro de espirales de silencio. Sueltan a los
cuatro vientos que gente muy mala está defendiendo a esta persona o pensando
estas cosas, y ello equivale a preguntarte a ti de qué lado estás incluso antes
de que hayas podido pensar en ello.
POSDATA.- Este escrito es una “síntesis reducida” de los razonamientos escritos en el libro “La casa del ahorcado”, escritos por mi admirado Juan Soto Ivars.
Juan Soto Ivars nació en Águilas en 1985. Sus últimas obras publicadas son la novela Crímenes del futuro y el ensayo Arden las redes: la poscensura y el nuevo mundo virtual. Es columnista en El Confidencial y El Periódico de Catalunya, colabora habitualmente en los programas de radio Julia en la Onda (Onda Cero) y Hoy empieza todo (Radio 3), y en televisión con Els Matins (TV3). Está casado y ha tenido un hijo. Desde ese momento, todo lo demás le da un poco igual.
Siempre es lo mismo. Cuanto mas autoritario es el sistema mas difícil es discrepar o, simplemente, proponer una nueva idea.
ResponderEliminarAhora la palabra igualdad se toma al pié de la letra para la tira de aspectos. Igual de listos, igual de altos, igual de salarios, igual de suerte, igual de esfuerzo. Todos presidentes. Y en el caso de las mujeres el asunto de la igualdad ¡con los hombres! es un asunto intocable. Cualquier fisura ahí la consideran origen de desigualdad, ¡no de diferencia!
A título de ejemplo, no hay mujeres en una acería, ni en la mina. Todo son mujeres en el aparado de cortes de zapatos. Hay muchas mas enfermeras que enfermeros y, ahora, más juezas que jueces. Y nadie se alborota por ello. Mucho interés totalitario hay en todo eso.