El cine, para
la gente de nuestra generación, lo fue casi todo, fue una vivencia
imprescindible, inevitable y fundamental en nuestra educación artística,
emocional y sentimental. Nos criamos corriendo por el patio de butacas de las
salas de sesión continua.
Nos comíamos esos flamantes bocadillos que nos
preparaba nuestra madre y los devorábamos, no en el descanso, sino durante la
proyección de la película, experimentando un placer suplementario al añadir la
emoción de ver el film con la glotonería del bocata y la gaseosa.
Pasábamos las
tardes repitiendo las pelis una y otra vez hasta que llegaba la noche y había
que volver a casa. Espiábamos a los novios besándose en las últimas filas.
Recibíamos como premio una visita a un cine de la Gran Vía cuando sacábamos
buenas notas. Los actores americanos eran los héroes de nuestra mitología. La
pantalla era nuestra tierra prometida, ese más allá que vendían los
predicadores de la religión.
Con los años, descubrimos el otro cine, ese que no entendíamos al principio y que comenzamos
a querer cuando supimos que no debíamos verlo, que no era del agrado de “la
autoridad competente”.
Nos sentíamos mejores, testigos privilegiados, cuando
salíamos de la proyección clandestina de una película prohibida que se había
anunciado con otro título en un Colegio Mayor. Los Colegios Mayores en Madrid
eran la válvula de escape para satisfacer placeres prohibidos (no piensen mal
benditos lectores), era tan sólo el desahogo intelectual referido a las artes
que nos habían censurado.
Quisiera desde estas letras agradecer a los
directores de los Colegios Mayores de Madrid (especialmente al de San Juan Evangelista)
la encomiable paciencia que derrochaban con los residentes y “amigos” de los
residentes a la hora de tolerar las distintas inquietudes y deseos de
libertades que en aquel tiempo oscuro tenía la juventud.
De pronto,
abandonábamos el entorno del barrio y cambiamos aquellas Salas por otras
alternativas, empezabas a escuchar nombres de nuevos Directores, la mayoría
poco recomendables para el Régimen. Las películas europeas aparecían en tu vida,
monopolizada hasta entonces por el cine americano.
Acudíamos a los Cine Club de
los barrios, a las salas de arte y ensayo donde en sesiones matinales y
subtituladas, asesinábamos nuestra morbosa y justificada curiosidad de libertad
cinematográfica.
De forma
inevitable te habías convertido en un cinéfilo. Podías acudir a un ciclo de
cine negro para, a la semana siguiente, asistir a la proyección de una película
de Buster Keaton con un trío de jazz tocando en la Sala (sí, sí, en vivo y en
directo).
El cine nos emocionaba: desde el momento en que salíamos de casa, en
la cola, en la proyección y en las cañas de después, cuando discutíamos sobre
lo que habíamos visto, aportando al debate interpretaciones que, con total
seguridad, no estaban en la cabeza del Director.
Ustedes, lectores, podrán
interpretar el escrito de hoy como las “batallitas del abuelo”, pero para un
servidor son recuerdos deliciosos e inolvidables que deseaba compartirlos.
Era julio del
87 cuando el catalán Serrat grabó el disco “Bienaventurados” y dentro del mismo
la canción “Los fantasmas del Roxy”. No hay mucho que explicar ya que durante
el tema el señor Serrat nos describe con precisión la causa de la demolición de
los cines de barrio por motivo de la incipiente burbuja inmobiliaria de aquel
momento y del advenimiento de las modernas tecnologías de disfrutar el cine en
nuestro domicilio.
Sepan aquellos que no estén al corriente,
que el Roxy, del que estoy hablando, fue
un cine de reestreno preferente
que iluminaba la Plaza Lesseps.
Echaban NO-DO y dos películas de ésas
que tú detestas y me chiflan a mí,
llenas de amores imposibles y
pasiones desatadas y violentas.
Villanos en cinemascope.
Hermosas damas y altivos
caballeros del Sur
tomaban té en el Roxy
cuando apagaban la luz.
Era un típico local de medio pelo
como el Excelsior, como el Maryland,
al que a mi gusto le faltaba el gallinero,
con bancos de madera, oliendo a Zotal.
No tuvo nunca el sabor del Selecto
ni la categoría del Kursaal,
pero allí fue donde a Lauren Bacall
Humphrey Bogart le juró amor eterno
mirándose en sus ojos claros.
Y el patio de butacas
aplaudió con frenesí
en la penumbra del Roxy,
cuando ella dijo que sí.
Yo fui uno de los que lloraron
cuando anunciaron su demolición,
con un cartel de: "Nuñez y Navarro,
próximamente en este salón".
En medio de una roja polvareda
el Roxy dio su última función,
y malherido como King-Kong
se desplomó la fachada en la acera.
Y en su lugar han instalado
la agencia número 33
del Banco Central.
Sobre las ruinas del Roxy
juega al palé el capital.
Pero de un tiempo acá, en el banco, ocurren cosas
a las que nadie encuentra explicación.
Un vigilante nocturno asegura
que un trasatlántico atravesó el hall
y en cubierta Fred Astaire y Ginger Rogers
se marcaban "el Continental".
Atravesó la puerta de cristal
y se perdió en dirección a Fontana.
Y como pólvora encendida
por Gracia y por La Salud
está corriendo la voz
que los fantasmas del Roxy
son algo más que un rumor.
Cuentan que al ver a Clark Gable en persona
en la cola de la ventanilla dos
con su sonrisa ladeada y socarrona,
una cajera se desparramó.
Y que un oficial de primera, interino,
sorprendió al mismísimo Glenn Ford,
en el despacho del interventor,
abofeteando a una rubia platino.
Así que no se espante, amigo,
si esperando el autobús
le pide fuego George Raft.
Son los fantasmas del Roxy
que no descansan en paz.
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