domingo, 25 de octubre de 2020

"Neoliberalismo con denominación de origen (1979-1990)", por Óscar de Caso .“Estamos vendiendo no la plata de las familias, sino a las familias”.

   El 4 de mayo de 1979 llegaba al 10 de Downing Street, en Londres. La primera mujer en alcanzar el liderazgo de un partido (el Conservador): Margaret Thatcher. Sacó entonces de su bolso un papelito y leyó una frase de San Francisco de Asís: “Allá donde haya discordia, llevemos armonía. Donde haya error, llevaremos la verdad. Donde haya duda llevaremos fe. Donde haya desesperanza, llevemos esperanza”. Pocas veces ha habido tanta distancia entre las palabras de un político y su práctica política a lo largo del tiempo.

          El credo de Thatcher se basaba en que los individuos y las empresas se mueven, en general, por instinto de supervivencia, y que las muletas del Estado son trabas que impiden el desarrollo de las sociedades libres (excepto en el terreno de la defensa nacional y del orden público, en los que se precisa de un Estado fuerte). 

Sirvan estos ejemplos de sus declaraciones: “La gente que pide constantemente la intervención del Gobierno está echando la culpa de sus problemas a la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay también familias. Y ningún Gobierno puede hacer nada si no es a través de la gente, y la gente primero debe cuidar de sí misma”. Llega la otra declaración: “No hay alternativa. La sociedad no existe, sólo existen los individuos. Sólo son pobres los que quieren serlo”.

          Para urdir el engaño contó con la alianza de parte de las clases medias e incluso con un segmento muy significativo de la clase trabajadora. Parte del proletariado y de los trabajadores de “cuello blanco” (oficinistas y empleados) la votaron olvidando reiteradamente lo que había hecho a sus representantes sindicales.

 Identificó los grandes males contra los que iba a luchar: el exceso de gasto gubernamental; los altos impuestos; el igualitarismo como filosofía de vida; las nacionalizaciones del aparato productivo en sectores estratégicos; la politización sindical; y la cultura antiempresarial instalada, sobre todo, en la juventud. 

Para ganar aprovechó la debilidad del contrincante: el Partido Laborista, tradicionalmente vulnerable a la afirmación de que no se podía contar con él para administrar bien la economía e incapaces de resolver las huelgas que estallaban, sobre todo en el sector público y en los servicios; los socialistas no supieron enfrentarse bien a los nuevos problemas que estaban emergiendo relacionados con la inflación y el bajo crecimiento económico, y dejó de ser mayoritario en el conjunto de las poblaciones. Afirmando ella: “Este es el socialismo que pretendo eliminar, porque en última instancia niega la libertad del individuo”.

          Las reformas laborables que impuso entre otros aspectos restringió la presencia de los piquetes de huelga en los lugares de trabajo; privó a los sindicalistas de su inmunidad legal sobre actos civiles, haciéndoles responsables de las actividades ilegales; exigió que las movilizaciones estuvieran apoyadas nominalmente por los dirigentes de los sindicatos en una votación previa a la huelga a fin de que el propio sindicato quedase eximido de las acciones legales que se pudieran derivar de los daños causados en los enfrentamientos…; aumentó la capacidad de los empresarios para despedir a los huelguistas incluso a cargos sindicales. 

Y lo más significativo, los objetivos prioritarios de los sindicatos (pleno empleo, garantía frente a los despidos, cierta democracia en el mundo de la empresa…) dejaron de serlo para el Gobierno.

          El objetivo prioritario dejó de ser el pleno empleo y pasó a ser la inflación. Pero los resultados fueron desastrosos: provocó tres millones de parados y la inflación se disparó al 22%. Cuando en junio de 1982 terminó la guerra de las Malvinas con Argentina con la victoria nítida de Gran Bretaña

Thatcher se sentía más cargada de razón que nunca, y aprovechando su tirón popular, se dispuso a acabar con los siguientes enemigos: los sectores obreros más combativos, los mineros, dando un golpe mortal a la fortaleza de los Trade Unions, a las que había perseguido desde el inicio de su mandato. 

Otro zarpazo definitivo lo obtuvo con los presos del IRA que comenzaron una huelga de hambre el 1 de marzo de 1981 y terminó el 3 de octubre con la muerte de diez activistas y muchas secuelas en los demás.

          Logró lo que pocos políticos consiguen: dar nombre a un movimiento, el Thatcherismo, que llegaría a confundirse con la propia Revolución conservadora. La definición teórica más exacta del thatcherismo es la de “mercado libre más Estado fuerte”. En este largo período conservador se limitaba el gasto público en todo tipo de capítulos excepto en defensa nacional y orden público. 

Esta mujer dio la posibilidad a mucha gente de escalar económicamente (a otros muchos los dejó desprotegidos en medio de la tormenta), pero no la consolidó como ciudadanos. Eran más individuos que ciudadanos. Se perfeccionaban como individuos, pero empeoraban como ciudadanos.

          Margaret Thatcher convirtió al Reino Unido en una nación de propietarios; la contrapartida fue que muchos se endeudaron hasta las cejas para conseguirlo, lo que generó muchos problemas a las familias, sobre todo en un entorno de tipos de interés crecientes para domeñar la inflación. Devinieron en propietarios de sus viviendas y en propietarios de las grandes empresas públicas privatizadas, a través de la compra pública de sus acciones. 

La venta de estos activos públicos no atendió a ninguno otro razonamiento que el ideológico, como más tarde se hizo en otros países. La buena señora declaró. “Estamos vendiendo no la plata de las familias, sino a las familias”.

          La operación más gigantesca de desregularización del mercado de la Bolsa de valores vino a acontecer en Londres el 26 de octubre de 1986. El paso sin apenas transición de un mercado de valores muy reglamentado, con rígidas separaciones entre los distintos departamentos y entre los operadores, a una Bolsa universal en la que apenas existían otros semáforos que los que había puesto el mercado, a través de sus agentes, y aprovechando las incipientes nuevas tecnologías de la información y de la comunicación.

 Sucedió lo que vino a llamarse el “Big Bang”: se creó la banca universal; se operó con la gama más completa de productos financieros, incluso los más oscuros y sofisticados; aparecieron más jugadores, diferentes de los tradicionales agentes de cambio y Bolsa. 

Productos inentendibles, opacos, escasamente regulados, empaquetados y utilizados mil veces, bancos que utilizaban los depósitos de sus clientes para las inversiones más atrevidas y arriesgadas; desaparición de muchas entidades financieras y creación de otras mucho más grandes y concentradas. El capitalismo financiero de nuestros días tiene sus raíces en aquella explosión con pocos límites y mucho poder.

          Ella entendía la relación con el continente de manera qué, si el Reino Unido necesitaba a Europa, los europeos precisaban aún más de los británicos. Sostenía que a los únicos que había en que fijarse eran los americanos liderados por su amigo y correligionario Ronald Reagan.

          Después de tres elecciones ganadas, en 1989 llegó el principio de su fin. Y el apuñalamiento vino, paradojas de la historia, de manos de sus compañeros de partido. 

El pretexto fue el intento de puesta en marcha del llamado pool-tax, un impuesto para pagar los gastos municipales que todos los adultos, cualquiera que fuese su fortuna, debían pagar en idéntica cantidad. Thatcher, una cruzada de la liga antiimpuestos, cayó por la instauración de una tasa de tipo lineal.

          Ya fuera de su carrera política los más despreciable que protagonizó, consistió en dar cariño y cobijo al despreciable y sanguinario dictador chileno Augusto Pinochet cuando fue retenido en Londres en 1998 por una orden de la Justicia Universal decretada por Baltasar Garzón por delitos de genocidio, torturas y desaparición de personas cometidos durante su maldita dictadura.

POSDATA.- El presente escrito de carácter histórico lo he redactado resumiendo los datos y criterios proporcionados por el señor Joaquín Estefanía y un servidor. El motivo, benditos lectores, no es otro que recordarles a los flojos de memoria la procedencia de una gran parte de los males y las desvergüenzas que padecemos en estos días.

En 1985 y dentro del disco “El sur también existe”, Serrat junto a Benedetti compusieron la canción “Hagamos un trato”. Unas letras muy intimistas.

Compañera usted sabe
puede contar conmigo
no hasta dos o hasta diez
sino contar conmigo.

Si alguna vez advierte
que a los ojos la miro
y una veta de amor
reconoce en los míos
no alerte sus fusiles
ni piense que deliro

a pesar de esa veta
de amor desprevenido
usted sabe que puede
contar conmigo.

Pero hagamos un trato
nada definitivo
yo quisiera contar
con usted es tan lindo
saber que usted existe
uno se siente vivo.

Quiero decir contar
hasta dos, hasta cinco
no ya para que acuda
presurosa en mi auxilio

sino para saber
y así quedar tranquilo
que usted sabe que puede
contar conmigo.

  

 

          

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