Hoy he
escogido uno que no me defrauda nunca, con un alivio más rápido que el Paracetamol:
“Memorias de un bufón” de mi admirado, señor Albert Boadella. En este hilarante
fragmento de su peculiar vida, nos relata con todo detalle la conversación
entre su padre y su tío, al fallecer la esposa de éste. Sería grato hacerles
sonreír, benditos lectores.
“Tanto el tío
Manel como mi padre, pese a tener el humor a flor de piel, no reían nunca, ni
tampoco cambiaban la expresión ante un hecho trágico. Precisamente cuanto más
serios se ponían, más aumentaba el nivel de sarcasmo. Mi tío, muy alto y
delgado, y mi padre, bajo y macizo, formaban los dos una pareja perfecta para
la comicidad. Verlos juntos en acción era una lección magistral de
interpretación cómica, pues no perdían nunca el sentido del tiempo.
Una escena
entre los dos hermanos, debido a su trasfondo trágico, impactó muy
significativamente en mí. Buena prueba de ello es que de vez en cuando la
reproducía, imitando los dos papeles a la vez.
Un día la
espigada silueta de mi tío apareció tras la vidriera de la entrada. Pese a mis
pocos años, intuí que algún acontecimiento especial, pues él nunca venía a
nuestra casa.
Se saludaron
como de costumbre con un escueto: “¡Ep!”, y sin decirse nada más se sentaron,
quedándose un largo rato en silencio, mientras mi padre encendía
parsimoniosamente la pipa.
Después mi
padre dio comienzo a la conversación con una frase ritual:
- ¿Qué fotem?
(Intraducible al castellano, algo así como ¿Qué coño hacemos?).
El tío Manel
se tomó su tiempo y contestó:
- Sí, ¡échale
cojones!, como siempre.
De nuevo el
largo silencio le dio tiempo a mi padre para dar tres o cuatro chupadas a la
pipa; el tío, sin romper la armonía de aquella conversación flemática, dijo,
indiferente:
- Aquel coño
de mujer que ha estirado la pata.
- ¿Quién? –
preguntó mi padre con cierta curiosidad.
- La Manela,
¡cojones!
El tío Manel
se refería a su mujer, María, pero en este caso la nombró con el alias que le
había puesto mi padre.
- Bah, ¡qué
le vamos hacer! – añadió seguido el tío Manel, y al notar una imperceptible
expresión de sorpresa en su hermano, sin dar tiempo a ninguna clase de pésame,
cortó:
- Toda la
vida tanta mojiganga para acabar así… ¡bah!!, que la tiren a la basura.
Esta frase
fue la única dicha con un cierto sentimiento, por su contundencia sólo indicaba
con claridad que el tema no daba más de sí. Así lo entendió mi padre, porque
seguidamente inició una conversación de política que siguieron los dos
animadamente durante un largo rato.
El asunto de
la basura era una manía recurrente en aquella familia, pues mi padre siempre
nos insistía que cuando muriese, “nada de comedia y me tiráis sin más a la
basura”.
También la
última parte del encuentro entre los dos hermanos derivó hacia el mismo tema,
pues agotada la tertulia política sobre Franco y sus gusarapos, mi padre le
preguntó, con evidente falta de curiosidad, cuándo la enterraban.
- Mañana por
la mañana, pero déjalo correr, no quiero comedia.
- No, no
pensaba ir, ya sabes el asco que les tengo yo a estas mojigangas.
Esta fue la excusa para desviar de nuevo la conversación y entrar de lleno en la cuestión religiosa, en la que, como de costumbre, los dos se desahogaron cubriendo con toda clase improperios a “esos escarabajos hipócritas que le lamen el culo a Franco”; este fue el único momento en el que las voces perdieron el tono flemático, y desapareció de golpe el clima de escepticismo distante.
Cuando las conversaciones de casa tomaban
semejante cariz, mi madre repasaba todas las puertas y ventanas, asegurándose de
su cierre hermético. Una vez desfogados con el tema, los dos hermanos se
despacharon con el clásico grito ampurdanés: “¡Vengaaa!”.
Después de
haber cerrado la puerta tras el tío Manel, mi padre, volviéndose hacia
nosotros, dijo: “¿Qué le vamos hacer?”, y así se dio por cumplida cualquier
otra lamentación sobre la muerte de la tía Manela.
Tardé
muchísimo en enterarme de la continuación del episodio funerario. Mi primo
Ricard me explicó que para aquella noche le había preparado a su padre una cama
aparte, pues el cadáver de la tía María reposaba en la cama de matrimonio, pero
que el tío Manel se emperró en dormir en el mismo sitio de siempre. “¿No hemos
dormido media vida juntos?, pues ahora, porque esté un poco más fría, ¿no
pienso cambiar de cama?”, y así lo hizo.
Al día siguiente, en cumplimiento de las estrictas órdenes dadas a parientes y amigos, solo él y su hijo seguían al coche mortuorio. Al pasar por delante de la Iglesia, salió el cura para echar el responso y, sin detenerse, el coche continuó en dirección al cementerio”.
La canción de hoy, grabada en 1968, se titula como el disco
“Per Sant Joan” (Por San Juan); canción antigua y poco recordada. La música y
el título pertenecen a Juan Pardo y Antonio Morales, la letra es de Serrat. Nos
narra el regreso al recuerdo del adulto a las raíces de su barrio en la noche
de San Juan.
Una noche cuando el verano abría los ojos
por aquellas calles donde tú y yo nos hemos hecho mayores,
donde aprendimos a correr,
sobre un palmo de arena
se levantaba una hoguera por San Juan.
Entonces un trozo de madera era un tesoro
y con una mesa vieja ya éramos ricos.
Por las calles y las plazas
íbamos de casa en casa
para hacer quemar toda aquella noche
de San Juan.
Éramos cuatro golfos.
No sabíamos mucho
de las lágrimas que hacen que gire el mundo.
Íbamos entrando en la vida.
Nunca una mentira
no nos era necesaria y nada nos quitaba el sueño ...
Aquellas noches de San Juan ...
Los años me han alejado de mi calle
y se han perdido aquellos compañeros de juegos.
Lo bueno y lo que estorba
como cualquier cosa.
Parece que todo se hubiera quemado en el fuego
de San Juan.
Y ahora, esta tarde
otra vez
veo a los mozalbetes recogiendo leña por la calle.
Corren.
Como yo antes corría.
Los llamo y me miran
como si fuera un gusano extraño y pasajero.
Esta noche de San Juan ...
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