sábado, 25 de septiembre de 2021

¿Talibanes en la empresa Google? primera parte, por Óscar de Caso. Nos presenta una síntesis reducida de los razonamientos escritos en el libro "La casa del ahorcado".

        Paso a escribirles la real historia de James Damore, un Ingeniero empleado de Google al que despidieron por hereje al dar su opinión en un debate al que la empresa le había invitado.

          En 2008, mientras la crisis económica transformaba el mundo laboral en un páramo apocalíptico, una empresa sacaba pecho y presumía de ser el paraíso terrenal para sus empleados. La revista "Fortune" señaló a Google como el mejor sitio del mundo para trabajar durante dos de los cuatro peores años de la crisis en Estados Unidos. 

    La empresa creada por dos empollones de Stanford duplicó su plantilla de 8.133 a 18.500 empleados y alcanzaría más de 60.000 antes de terminar la década; los de Google no solo cobraban más que dignamente, sino que, según la prensa tecnológica, desayunaban, almorzaban y cenaban gratis los mejores productos gourmet y podían desplazarse entre las oficinas de Mountain View y sus viviendas sin coste. 

En vacaciones tenían retiros de ensueño costeados por la empresa. Si se estresaban, disponían de caballos de peluche, una zona agrícola para recoger productos frescos y llevárselos a casa, y hasta clases de baile para gente tímida.

          Google no daba todo esto por nada, sino que quería que ningún trabajador respirase aliviado cuando terminase la jornada laboral, es decir, quería establecer un fuerte compromiso. La empresa alardeaba de tratar a sus empleados democráticamente. 

Google garantizaba bajas de paternidad y maternidad superiores a lo estipulado en la mayoría de los estados y ofrecía a los padres guardería, niñeras, salas de lactancia y trabajo de baja intensidad cuando volvieran a sus puestos. Pero el compromiso iba más allá de la vida: si un trabajador fallecía, su pareja recibiría una paga del 50 por ciento del salario durante la década siguiente.

          La empresa no se conformaba con tener a los trabajadores más competentes, sino que aspiraba a que transformaran sus mentes para parecerse a Google. Por descontado los motivos de la empresa matriz del buscador para crear una presunta arcadia socialista en el corazón del capitalismo digital no eran filantrópicos. 

Así mientras los trabajadores disfrutaban, ésta esparcía por todo el mundo sus tentáculos y aplastaba a la competencia mediante la asfixia territorial o la compra millonaria. El sector de la publicidad y de los medios de comunicación fueron una de sus conquistas. 

La empresa no era, por tanto, una familia feliz, sino un ejército disciplinado y agresivo, capaz de acometer las maniobras más ambiciosas en los plazos de tiempo más fulminantes. Para lograrlo era necesario que cada pieza de la compañía, cada individuo, fuera como la célula de un organismo. Lo cual implicaba, claro está, cierto grado de despersonalización.

          Era el resultado de aplicar una filosofía empresarial que, vista desde fuera, podría recordarnos a una parroquia neocatecumenal en la que los creyentes cantan la misa y tocan la guitarra. Sonrisas y desenfado, sí, pero siempre sobre una estructura soportada por la fe, la entrega y la norma. 

    Es decir: el Código así es como los trabajadores se referían al texto, mayúscula incluida-  pretendía ser mucho más que un puñado de indicaciones eticojurídicas para garantizar la seguridad y el buen ambiente en la oficina, y se convertía en una suerte de ley mormona que le decía al trabajador cómo debía comportarse y cómo pensar en ámbitos que iban desde la cortesía más elemental hasta las relaciones de pareja.

          Los datos de diversidad de Google indicaban aquel año que las mujeres representaban el 31 por ciento de su plantilla global, pero en los Departamentos Técnicos, los mejor remunerados, el porcentaje era menor. Además, según esa vulgar manía estadounidense de contar gente según su color de piel o su origen étnico, habían descubierto que solo el 2 por ciento de los empleados eran negros y el 3 por ciento, latinos. 

  Y en abril, el Ministerio de Trabajo de los Estados Unidos había presentado una acusación formal contra Google por discriminar a las mujeres. El problema estaba sobre la mesa y la presión social era considerable, así que se afrontó de la manera típica en Google, es decir, fomentando un debate interno y sugiriendo a su brillante plantilla que aportara ideas para solucionar el problema. 

En este sentido, el verdadero carácter de la empresa estaba a punto de salir a relucir con una historia que pondría a la prensa mundial patas arriba. Una historia que demostraría que los debates, pese a las buenas intenciones de Google, no estaban bien vistos. No, al menos, si tu opinión era considerada herética (de hereje).

          James Damore era desconocido para la opinión pública hasta el día en que decidió participar en el debate interno de Google para encontrar una explicación y ofrecer soluciones a la alarmante ausencia de mujeres en los Departamentos Técnicos. 

Su trayectoria profesional había sido tan corta como fulgurante: estudió Biología en la Universidad de Illinois, pasó un año por el MIT, se matriculó en un posgrado de Biología de sistemas en Harvard y, mientras estaba intentando sacarse el doctorado, empezó a interesarse por los algoritmos. En una olimpíada matemática, su capacidad para trabajar con problemas complejos llamó la atención de los cazatalentos de Google y la compañía le ofreció trabajo. 

Para James Damore era un sueño hecho realidad, así que abandonó el Doctorado. Tenía veinticuatro años y acababa de entrar en la mayor compañía tecnológica del mundo.

POSDATA.- Este escrito es una “síntesis reducida” de los razonamientos escritos en el libro “La casa del ahorcado”, escritos por mi admirado Juan Soto Ivars. 

Una de las mejores canciones de Joaquin Sabina.

https://www.youtube.com/watch?v=mvrP5Rp8P0I











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