sábado, 25 de abril de 2020

Del comportamiento de los políticos ante el coronavirus: "¡Ahora, tampoco nos representan¡", por Óscar de Caso

          El grito, “¡no nos representan!”, que desde el 15 de mayo de 2011 se escuchó en la Puerta del Sol de Madrid y en otras muchas plazas de España, que cogió desprevenidas en su estúpida burbuja a esas élites políticas y económicas, pero también al 90% de los medios de información tradicionales que despachaban las marchas y concentraciones de los indignados como una especie de “desahogos” puntuales, pasajeros y sin mayor trascendencia sociológica ni política. Al parecer, se está reproduciendo otra vez.

          En este terrible trance que nos ha condenado la naturaleza, por ignorancia o por imprudencia, donde como siempre, o casi siempre, pagan los platos rotos las mismas personas: los pobres de turno, acompañados en esta pandemia por los ancianos a los que el neoliberalismo desbocado, la maldita competitividad, (maldita palabra, una vez más, no me canso) el mercado, los fondos buitre de inversión y toda esa banda de forajidos que vuela en círculos sobre  las desgracias ajenas para sacar una buena tajada de esos que como dice Serrat: “no tienen nada que  vender, ni nada que perder; con el culo así, pegados contra la pared y que además no se han enterado que Carlos Marx está muerto y enterrado”.

          Otra vez más, (y casi seguro que no será la última) los políticos ¡AHORA, TAMPOCO NOS REPRESENTAN! Estaremos obligados, una vez más, a ocupar las plazas, a indignarnos, a maldecirlos, a asustarlos con la voluntad de convocatoria que tienen los pueblos cuando se les pone la bota en el cuello para asfixiarlos. 

    Porque, en esta ocasión la crisis que se vislumbra es de proporciones tan grandes que no la podemos ni imaginar. Bueno, el pueblo casi sí, estos idiotas que van a lo suyo ni se lo imaginan por el comportamiento partidista que estamos observando estos días.

          El investigador del comportamiento electoral, con oficio de treinta años, Jaime Miquel, nos viene a decir que, de los 46 millones de habitantes de nacionalidad española, comprende cuatro generaciones. “Los niños de la guerra”, nacidos antes del año 1939, que suman algo más de cuatro millones de personas, y han cumplido los setenta y siete años de edad.
 “Los niños de la autarquía”, nacidos entre 1939 y 1958, sumando nueve millones, rondan los sesenta años de edad. Una tercera generación denominada “los reformistas”, nacidos entre 1959 y 1973 compuesta por algo más de nueve millones. Y, por último, los que engloba bajo el nombre de “ciudadanos nuevos”, casi 20 millones nacidos después de 1973, los maduros con cuarenta años y más de 12 millones convocados a las urnas en 2015 y 2016.

          Nos continúa informando el señor Miquel, que si no tuviéramos en cuenta este estudio demográfico sería imposible explicar las traslaciones electorales, pese al carácter transversal de la indignación acumulada en la ciudadanía ante la gestión de la crisis económica padecida en 2008

    Son personas de todas las edades las que han asociado los grandes partidos políticos (PP y PSOE fundamentalmente, pero incluso IU) a la corrupción y a la sumisión a poderes no elegidos: económicos, financieros, mediáticos, patrimoniales o a las instancias internacionales, cuyo papel se interpreta también al servicio de esos mismos intereses.

         Nada más, benditos lectores, estas “empresas políticas”, siguen atendiendo tan sólo a sus intereses particulares, como casi siempre. Desearía, y con anhelo que, si salimos medianamente bien parados de este trance, que todos aquellos necios (sin perdón) que se reconocen “pacíficamente apolíticos” salgan del estado de tontuna en que se encuentran y se transformen en “activamente políticos”.

          La calle poeta Cabanyes, en Barcelona, en la ladera de Montjuich, es donde nació Serrat en el año 43. En el disco "Serrat 4” de 1970 compuso la canción “El meu carrer” (Mi calle). En ella evoca la calle de la infancia, estas calles padecieron el barraquismo y una inmigración en condiciones muy precarias.


Mi calle
es oscura y torcida,
sabe a puerto
y a nombre de poeta.
Estrecha y sucia,
huele a gente
y tiene los balcones llenos
de ropa tendida.

Mi calle
no vale dos reales:
son cien portales
rotos a cachos
y una fuente donde
abrevan
niños y gatos,
palomas y perros.

Es un rincón donde nunca entra el sol,
una calle cualquiera.

Mi calle
tiene cinco farolas
para que los chavales
tiren piedras.
Hay una pensión
y tres panaderías,
y un bar en cada esquina.

Mi calle
es gente de todas partes
que curra y bebe,
que suda y come,
y se levantan con el primer sol,
y van al fútbol cada domingo,
o a pescar mojarra,
o a jugar al dominó tomando vino.

Mi calle
es un niño
que va merendando
pan con aceite y azúcar,
y juega a los dados
y a 'churro, media manga, mango tero',
medio bueno, medio borde,
monaguillo y pillo.

Mi calle
del barrio bajo
vive en el cajón
de las peonzas,
con cromos,
y el álbum de 'Nestlè',
y los pedazos
de una vieja estufa.

Y poco a poco se estropea
mi calle        

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