El grito, “¡no
nos representan!”, que desde el 15 de mayo de 2011 se escuchó en la Puerta del
Sol de Madrid y en otras muchas plazas de España, que cogió desprevenidas en su
estúpida burbuja a esas élites políticas y económicas, pero también al 90% de
los medios de información tradicionales que despachaban las marchas y
concentraciones de los indignados como una especie de “desahogos” puntuales,
pasajeros y sin mayor trascendencia sociológica ni política. Al parecer, se
está reproduciendo otra vez.
En este
terrible trance que nos ha condenado la naturaleza, por ignorancia o por
imprudencia, donde como siempre, o casi siempre, pagan los platos rotos las
mismas personas: los pobres de turno, acompañados en esta pandemia por los
ancianos a los que el neoliberalismo desbocado, la maldita competitividad,
(maldita palabra, una vez más, no me canso) el mercado, los fondos buitre de
inversión y toda esa banda de forajidos que vuela en círculos sobre las desgracias ajenas para sacar una buena
tajada de esos que como dice Serrat: “no tienen nada que vender, ni nada que perder; con el culo así,
pegados contra la pared y que además no se han enterado que Carlos Marx está
muerto y enterrado”.
Otra vez más,
(y casi seguro que no será la última) los políticos ¡AHORA, TAMPOCO NOS
REPRESENTAN! Estaremos obligados, una vez más, a ocupar las plazas, a
indignarnos, a maldecirlos, a asustarlos con la voluntad de convocatoria que
tienen los pueblos cuando se les pone la bota en el cuello para asfixiarlos.
Porque, en esta ocasión la crisis que se vislumbra es de proporciones tan
grandes que no la podemos ni imaginar. Bueno, el pueblo casi sí, estos idiotas
que van a lo suyo ni se lo imaginan por el comportamiento partidista que
estamos observando estos días.
El
investigador del comportamiento electoral, con oficio de treinta años, Jaime
Miquel, nos viene a decir que, de los 46 millones de habitantes de nacionalidad
española, comprende cuatro generaciones. “Los niños de la guerra”, nacidos
antes del año 1939, que suman algo más de cuatro millones de personas, y han
cumplido los setenta y siete años de edad.
“Los niños de la autarquía”, nacidos
entre 1939 y 1958, sumando nueve millones, rondan los sesenta años de edad. Una
tercera generación denominada “los reformistas”, nacidos entre 1959 y 1973 compuesta
por algo más de nueve millones. Y, por último, los que engloba bajo el nombre
de “ciudadanos nuevos”, casi 20 millones nacidos después de 1973, los maduros
con cuarenta años y más de 12 millones convocados a las urnas en 2015 y 2016.
Nos continúa
informando el señor Miquel, que si no tuviéramos en cuenta este estudio
demográfico sería imposible explicar las traslaciones electorales, pese al
carácter transversal de la indignación acumulada en la ciudadanía ante la
gestión de la crisis económica padecida en 2008.
Son personas de todas las
edades las que han asociado los grandes partidos políticos (PP y PSOE
fundamentalmente, pero incluso IU) a la corrupción y a la sumisión a poderes no
elegidos: económicos, financieros, mediáticos, patrimoniales o a las instancias
internacionales, cuyo papel se interpreta también al servicio de esos mismos
intereses.
Nada más,
benditos lectores, estas “empresas políticas”, siguen atendiendo tan sólo a sus
intereses particulares, como casi siempre. Desearía, y con anhelo que, si
salimos medianamente bien parados de este trance, que todos aquellos necios
(sin perdón) que se reconocen “pacíficamente apolíticos” salgan del estado de
tontuna en que se encuentran y se transformen en “activamente políticos”.
La calle poeta
Cabanyes, en Barcelona, en la ladera de Montjuich, es donde nació Serrat en el
año 43. En el disco "Serrat 4” de 1970 compuso la canción “El meu carrer” (Mi
calle). En ella evoca la calle de la infancia, estas calles padecieron el
barraquismo y una inmigración en condiciones muy precarias.
Mi calle
es oscura y torcida,
sabe a puerto
y a nombre de poeta.
Estrecha y sucia,
huele a gente
y tiene los balcones llenos
de ropa tendida.
Mi calle
no vale dos reales:
son cien portales
rotos a cachos
y una fuente donde
abrevan
niños y gatos,
palomas y perros.
Es un rincón donde nunca entra el sol,
una calle cualquiera.
Mi calle
tiene cinco farolas
para que los chavales
tiren piedras.
Hay una pensión
y tres panaderías,
y un bar en cada esquina.
Mi calle
es gente de todas partes
que curra y bebe,
que suda y come,
y se levantan con el primer sol,
y van al fútbol cada domingo,
o a pescar mojarra,
o a jugar al dominó
tomando vino.
Mi calle
es un niño
que va merendando
pan con aceite y azúcar,
y juega a los dados
y a 'churro, media manga, mango tero',
medio bueno, medio borde,
monaguillo y pillo.
Mi calle
del barrio bajo
vive en el cajón
de las peonzas,
con cromos,
y el álbum de 'Nestlè',
y los pedazos
de una vieja estufa.
Y poco a poco se
estropea
mi calle
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