Estoy obligado a tener agradecimiento a mi padre por muchas cosas, es evidente, pero aconsejarme de manera insistente que me fuera a la mili voluntario es una de las principales.
Pues, de eso va el escrito de hoy. Me gustaría transmitirles las sensaciones y los asombros que un chico de 19 años tuvo en 1973, haciendo el maldito servicio militar en la Base Aérea hispano-americana de Torrejón de Ardoz, a veinte kilómetros de la capital, Madrid. No les contaré las penalidades inherentes del servicio a la Patria, sino lo bien que vivían los militares americanos allí destinados. Insistiré, nada de nostalgia, quizás un poco de melancolía.
Los soldados que estábamos obligados a “trabajar” en esta base disponíamos de dos medios para desplazarnos al cuartel: vehículo propio o auto-stop. Estuve obligado a disponer del segundo método con abundancia. Vestido de militar, con la mano derecha ejecutando la universal señal del auto-stop (hoy en extinción), en la alborada, día sí y día no, clavado en la salida de la carreta que conduce a Barcelona, aguardaba la buena voluntad de algún conductor que me recogiese.
¡Sorpresa!, en ocho ocasiones de cada diez eran benefactores americanos,
tenientes, comandantes, blancos y negros, los que me paraban. Estoy seguro que
les dábamos mucha lástima.
Subía con deleite en aquellos opulentos carros americanos de las películas, que después de acomodarte, no en un asiento vulgar, sino en un confortable sillón, echabas la cabeza hacia detrás y no conseguías ver el final de aquella máquina. Una vez instalado dentro, y lanzado las piernas hacia delante sin encontrar tope.
Disponían de cambio de marchas automático, dirección asistida, aire acondicionado, bebida fría o caliente, y algo que no había experimentado mi sentido auditivo nunca: escuchar música en estéreo, ¡pero ojo!, estéreo del guay.“American Forces Radio” era la única emisora de Madrid que emitía en auténtico estéreo. En el trayecto, los americanos ponían mucha voluntad en hacerse entender; yo de inglés, ni lo justo. Dato puntual: el español tenía que pagar el litro de gasolina a 25 pesetas; a ellos, tan sólo 8 pesetas.
Se me olvidaba confirmarles algo que es totalmente cierto: estos supercoches aparcados dentro de la base, permanecían abiertos, con las llaves puestas y las ventanillas bajadas. El no va más del asombro.
La base aérea
era enorme, como ustedes pueden imaginar. Vivían en idénticas casa unifamiliares,
las mismas que veíamos en las series de televisión. Todos, todos los productos
que se consumían en la zona americana eran “made in USA”; una aeronave de
transporte C5 Galaxy (la más grande del mundo) aterrizaba y despegaba todos los
días a modo de servicio de intendencia.
El servicio de vigilancia que hacíamos era
ridículo comparado con el suyo; los nuestros permanecíamos medio adormilados,
helados, cobijados entre las ruedas de aterrizaje de los aviones; en cambio,
ellos estaban muy atentos a cualquier movimiento sospechoso desde colosales
todo terreno bien calefactados con potentes focos eléctricos, disfrutando de
café o chocolate caliente que tenían la amabilidad de ofrecernos al comprobar
el estado tan lamentable en que nos encontrábamos. Lo dicho, éramos penosos.
No tenía un duro, pero yo me metía para el cuerpo diariamente más de un paquete de Winston superlargo. La argucia era sencilla: como máximo, se podían comprar 2 paquetes de tabaco al día; me fumaba uno y el otro lo vendía barato a mis amigos en Madrid; el precio no lo recuerdo, pero con seguridad era ridículo, costaba lo mismo, con o sin filtro, normal o superlargo, mentolado.
Detalle: el tabaco americano
disponía de fecha de caducidad, cuando ésta expiraba, los llevaban en grandes
cantidades a una especie de era, donde unas excavadoras lo machacaban; los
soldados españoles, a escondidas, rescatábamos algunas cajetillas que todavía
se encontraban en buen estado.
Entre las
grandes ventajas que, ejerciendo la picaresca española con el apoyo de los
militares americanos de descendencia latina y del personal civil español a su
servicio, me ofrecía vivir, a ratos, casi en América, eran entre otras: fumar,
comer y beber barato, comprarme el último “Play Boy”, sentarme en el cómodo cine
de la base, ver “El último tango en París” de estreno, y asistir a los
fiestones que se organizaban con cierta frecuencia en los distintos pabellones,
patrocinadas por las “Usa Air Forces”.
Estas fiestas consistían básicamente en zamparse montañas ingentes de piezas de pollo estilo KFC, inundándolas de botes de cerveza Budweiser, todo ello totalmente gratis. Ofrecían de postre algo típicamente americano: tarta de manzana,¡NO! El rico fin de cena era un striptease de imponentes señoritas que procuraban una excelente digestión.
¡No se pueden imaginar!, benditos lectores, la alucinante excitación que suponía esta manera de vivir para un ridículo soldadito español de 19 años en 1973. Es posible que no lleguen a imaginarlo, pero, en verdad, que así era.
“Decir amigo” es un canto de amistad y de recuerdos emotivos, de regreso a lugares de la juventud veinteañera. La incluyó dentro del disco “Canción infantil”, dedicado a Ágata, la hija de su gran amigo Mariá Alberó. Del mismo año en que un servidor militó, 1974.
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